El arquitecto de Tajamar, César Ortiz-Echagüe, mantuvo un encuentro el pasado 6 de octubre con más de un centenar del alumnos de la Escuela Politécnica de Arquitectura de Madrid, que visitaron el centro para conocer un ejemplo de arquitectura educativa y humana. Al juzgar por el número de estudiantes que vinieron se ve que la expectación fue grande: conocer los orígenes del proyecto, su desarrollo y lo que pensaban los arquitectos cuando recibieron el encargo, son cosas que un futuro profesional -en este caso de la arquitectura- valora mucho.

La visita fue promovida por el profesor de la escuela Arturo Franco. Es la segunda visita de arquitectos que recibimos este año. La otra tuvo lugar en el mes de mayo. El esquema de la misma es sencillo: primero, exposición del proyecto en el salón de actos; después, una visita guiada con el arquitecto a través de los edificios; finalmente, un coloquio con el arquitecto y dos perfiles de usuarios de la construcción. En este caso fueron Luis Sánchez, jefe de mantenimiento, y Aurelio Mendiguchía, profesor desde 1972.

Durante al exposición inicial llamó la atención el relato que Ortiz-Echagüe hizo de los pensamientos que tuvieron los arquitectos de Tajamar, tanto él como Rafael Echaide, cuando pensaron el proyecto. Los transcribimos a continuación, porque ilustran claramente el resultado final: «Cuando comenzamos -explica Echaide- los primeros tanteos para el proyecto de este Instituto, nos planteamos esta disyuntiva: ¿edificio extendido de una planta o compacto con dos o tres plantas? El edificio extendido tiene ventajas, como: 1) un mayor contacto con el terreno, sus accidentes y su vegetación, 2) una escala más pequeña, y por lo tanto más asequible al mundo mental del niño, y 3) la posibilidad de crear pequeños patios soleados, porque los edificios de una planta sola dan sombras pequeñas.

Los alumnos del Instituto Tajamar son casi todos pobres. Pocos de ellos o ninguno conoce la comodidad de tener una vivienda bien construida, sin goteras, sin filtraciones de aire, sin ruidos, con una buena calefacción central. Pero con la pobreza, la mayor pérdida no es la del confort. Son los valores humanos. Se pierde la alegría de poseer un jardín, de vivir en calles limpias y se ven obligados a habitar un cubículo en un bloque feo, anónimo, como otros cincuenta iguales.

Estos valores que los chicos del Instituto Tajamar no encuentran en su casa, ni en su barrio, ni en todo el Puente de Vallecas, es lo que hemos querido darles en la arquitectura del Instituto: que vayan creciendo, conociendo la vida en un ambiente proporcionado, armónico, un ambiente de paz entre la tierra, el cielo, el árbol y la casa. Un mundo en el que el árbol crece más que la casa ¿por qué no?, en el que la colina sigue siendo colina, y no ha sido aplastada estúpidamente por una nivelación. Se comprende que nos decidimos por el edificio extendido, de una planta. Los árboles ya están plantados, la pendiente de la colina se ha hecho arquitectura y ahí están los pequeños patios soleados, acogedores». (Rafael Echaide. Memoria del proyecto del Instituto Tajamar, Madrid enero de 1963. Inédito).